Lo del incendio. Sí, sí: FUEGO

Que estaba yo pensando, allá por el mes de febrero, que la etiqueta de «pifias» del blog no tenía suficiente gancho y estaría bien llenarla un poquito más de anécdotas de ésas que cuando te pasan te quedas con el culo torcido una buena temporada, pero luego te echas unas risas contándolas. Pues hala, toma anécdota:

Se nos incendió la cocina. Y ya está. Qué rápido se dice, pero qué lento se arregla todo el petate que se monta.

Martes de Carnaval, 13:30 aprox. Estoy cocinando: cociendo unas verduras para el puré de N y pelando patatas para L y para mí. N duerme su consabida siesta de antes de comer y L está viendo dibujos en la tele. Oigo por el chintófono que N se despierta y voy a buscarla. Está medio dormida y pide teta; a veces hace un bis de la siesta, así que me siento en la cama con ella.

Al cabo de pocos minutos oigo a L llamándome por el pasillo:

-Mamá, ¿qué haces?

-Shhhh, estoy durmiendo a tu hermana, ya voy ahora.

Se vuelve a marchar y de repente oigo un golpe seco y luego un ruido como de muchas bolitas cayendo. En un primer momento pienso que ha sido L, que ha tirado un juguete (y sí, maldigo internamente que no sea capaz de estar sin hacer ruido, pobriña miña). Pero mi cerebro zombi milagrosamente estaba operativo, y como no consiguió asociar ningún juguete conocido a ese tipo de ruido, me impulsó a levantarme y salir al pasillo (¡menos mal!).

Había dejado la puerta de la cocina cerrada para que L no entrara mientras yo no estaba. Ya desde fuera escuché sonidos que me hicieron presagiar lo peor… y cuando abrí la puerta todos mis temores se materializaron en forma de una fogata que llegaba hasta el techo.

Mi cara debió de ser muy parecida a ésta:

cara-de-susto

-¡Ay, dios mío! -solté (y eso que hace 20 años que soy atea recalcitrante).

Durante décimas de segundo mi cerebro zombi buscó la solución adecuada a ese problema. ¿Agua? No. ¿Una manta? No. ¿Hay un extintor cerca? ¿Intentaré tan siquiera apagar la vitro? ¿Y qué hago con las niñas? Tía, es demasiado grande… ¡corre mientras puedas!

En mis brazos, N miraba hacia aquella cosa crepitante como quien mira la lluvia, y L se acercó paseando por el pasillo y me preguntó, más pancha que ancha:

-Mami, ¿qué pasa?

La agarré de la mano como quien se agarra a una tabla de salvación.

-Que tenemos que irnos, cielo.

-Pero… ¡no tenemos zapatos!

-Da igual, ¡tenemos que irnos ya!

Abrí la puerta y salí al rellano tal cual, descalzas las tres, sin llaves, sin cartera y sin móvil. Me puse a gritar socorro y a llamar a todas las puertas. No había ni rata. L vio mi miedo y se asustó, y empezó a llorar. N tenía cara de póquer.

Afortunadamente para nosotras, un vecino estaba en el patio montándose en su coche para ir al trabajo, y me oyó. Subió corriendo las escaleras y en cuanto oí su voz contestando a mi llamada paré de correr para abrazar a L y tranquilizarla un poco. Cuando le vi sólo pude articular «hay fuego en mi casa«, casi sin aliento por el terror que sentí de repente al ser plenamente consciente de todo.

El vecino E llamó a los bomberos y la policía desde su móvil, entró hasta dos veces en mi casa en llamas, me acompañó hasta el patio (lejos del peligro de una posible explosión), esperó conmigo a que llegara el equipo de emergencias, me dejó llamar a papá zombi con su teléfono, me prestó unos zuecos, nos abrió la puerta de su casa y le dio de comer a mis hijas. No tengo palabras para describir lo agradecida que le estoy.

Los primeros en llegar fueron dos policías que debían de estar por la zona. Entraron al patio corriendo con un extintor en la mano y preguntando a gritos dónde estaba el fuego. Los vi desaparecer por mi puerta muy seguros de sí mismos, y casi a punto estuve de contar los segundos para ver cuánto tardaban en salir corriendo igual que entraron, llamando ellos también a los bomberos. La cosa no era ninguna broma.

Desde el banco donde nos habíamos sentado se veía cómo salía humo cada vez más negro de la ventana de mi cocina. L lloriqueaba «se quema mi casita, se quema mi casitaaaa«. Los policías nos indicaron que nos sentáramos en un banco más lejos, y yo estaba cada vez más nerviosa porque los veía realmente preocupados, pero trataba de mantener la calma para que L no se asustara más todavía.

Finalmente llegaron los bomberos. Tardaron como mucho 10 minutos, nada. Entraron dándose instrucciones y arrastrando una gigantesca manguera. L se puso a saltar de alegría y a gritar «yupiiii, los bomberoooos que van a apagar el fuego de mi casitaaaa«. Yo también respiré con alivio por fin. Al menos iban a evitar males mayores.

En un periquete volvieron a bajar, el bombero jefe a la cabeza con una sonrisa, un «ya está» y un «podría haber sido peor«. Hombre, sí… pero vamos, que ha habido un incendio en mi casa, a mí esto no me lo quita nadie. Me dijo que estuviera contenta porque había hecho lo correcto: salir corriendo y pedir ayuda, ¡nada de heroicidades! ¿Y ahora qué? Pues ahora retahíla de policías, inspectores, bomberos y demás tomándome los datos y haciéndome preguntas: «¿Estaba usted cocinando?«. Pues sí, pero vamos, que dudo mucho que una olla con agua pueda provocar un incendio… «Ah, claro, estaba cocinando«. Bueno, pues apunte usted lo que quiera.

Debíamos de ser la viva estampa del desamparo, las tres descalzas y con cara de haber visto un fantasma. Gracias al vecino E, que me ofreció esperar a papá zombi en su casa, pude dejar a las niñas a buen recaudo y acompañar un momento a los bomberos a supervisar los restos del desastre.

Es increíble lo devastador que es el fuego. En esos pocos minutos la cocina quedó siniestro total: estaba todo negro y olía a cuerno quemado (nunca mejor dicho), se habían desprendido muchas baldosas, había trozos de muebles quemados por el suelo, cosas rotas y derretidas… y un gran charco de agua y cenizas. Me llamó la atención que la tarterita con la comida de N seguía tal cual encima de la cocina… o sea que eso no había sido lo que había provocado el incendio, como yo pensaba. Habían abierto todas las ventanas de la casa para ayudar a salir el humo lo antes posible… resultado: toda la casa estaba llena de hollín, que no es muy conveniente respirar, por lo que habría que llamar a un equipo de limpieza para que lo quitara todo antes de poder volver a entrar en casa. El techo del pasillo estaba negro como el carbón.

El jefe de bomberos me explicó todo esto, y también que habían cortado la corriente de la cocina porque parte de la instalación estaba derretida, que había intentado enchufar la nevera a otro sitio pero que saltaba el fusible porque probablemente el electrodoméstico se había recalentado y habría que esperar un poco… Qué majo, el bombero, con las prisas no se había fijado en un detalle: las llamas subieron por el techo y volvieron a bajar por la pared de enfrente, lamiendo la puntita de la nevera y dejándole en la puerta un agujero estupendo para meter la mano y coger una cervecita fresquita. ¿Cómo leches iba a funcionar?

Tengo que decir también que el jefe de policía que me tomó los datos se mostró muy preocupado por nosotros y por cómo íbamos a pasar los siguientes días, y me insistió mucho en que me pusiera en contacto con él si teníamos cualquier problema relacionado con el alojamiento. No fue necesario, pero se agradece.

Yo estaba en parte aliviada porque ya no había fuego, en parte abrumada por lo que se venía encima, y no sabía cómo comenzar a ponerle solución a los problemas que estaban surgiendo, empezando por toda la comida que se iba a estropear. Menos mal que a pesar de todo siempre me domina la templanza y cuando llamé a papá zombi y me saltó el contestador fui capaz de dejarle un mensaje calmado: «Hola, papi, soy yo. Tienes que venir cuanto antes. Ha habido un fuego en la cocina, los bomberos ya lo han apagado y estamos todas bien, tranquilo… pero ven en cuanto puedas«.

Menos mal también que papá zombi tiene más iniciativa que yo: en cuanto llegó y vio que estábamos bien buscó un sitio donde poder pasar la noche (con nevera para intentar salvar toda la comida posible), llamó al casero para explicarle el asunto y ponerse en contacto con el seguro, hizo el petate con lo imprescindible y nos trasladó al hotel, y lo arregló en su trabajo para cogerse unos días «libres» y así poder estar pendiente de todo.

Nunca es buen momento para que te pase esto… pero ese momento en concreto no podía ser peor, porque las niñas tenían una semana de vacaciones de carnaval, así que íbamos a tener que atenderlas las 24 horas del día en un entorno extraño, sin sus cosas, y para colmo de males después de cien días sin llover empezó a caer el diluvio. Por otro lado había que ir a casa para estar en el peritaje, supervisar la limpieza y después las obras… ¡Pero no podíamos meter a las niñas ahí con la casa en esas condiciones! Mal, fatal.

Los siguientes meses fueron una odisea… pero ésta os la contaré otro día. Prometo no tardar otro año en volver a escribir… a no ser que sufra otra catástrofe de estas proporciones. Yo creo que con esto ya vamos servidos, ¿eh, karma?

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